El Fantasma del Castillo de la Concepción

Por Ángel Rojas 

A Valentín, a quien tanto gustan estas historias
 de misterio, fantasmas y pasadizos secretos



«Castillo de la Concepción»
 de Nanosanchez 
Aunque hasta hace pocos años, se consideraba construido en el año 1497 por orden de Enrique III el Doliente, a la sazón rey de Castilla, sobre los restos de una primitiva edificación romana, investigaciones recientes apuntan a que el Castillo de la Concepción, situado en la cima del cerro más elevado de los cinco que protegen la ciudad de Cartagena, habría sido erigido en el siglo XIII sobre una antigua alcazaba árabe.





Asklepio, Dios de la Salud
Tras la reconquista de Cartagena en 1256, Alfonso X el Sabio se dispuso a restaurar la antigua sede episcopal de la Diœcesis Carthaginensis y a fortificar la ciudad mediante la construcción de un castillo en el punto más alto, donde antes se encontraba la alcazaba. Cartagena era en ese momento la única salida al Mediterráneo de la Corona de Castilla, encajada entre la de Aragón y el Reino de Granada, por lo que la importancia estratégica de su puerto resultaba crucial para la política militar del rey Sabio.

Linterna del Castillo de la
Concepción
Asentado sobre unas cisternas, bien romanas o bien de época bizantina (podrían corresponder ya al templo dedicado al dios de la salud, Asklepio -Escolapio para los romanos-, que menciona el historiador griego Polibio, ya a algún tipo de edificación del período bizantino), se levantó la que fuera la alcazaba árabe que existió durante los siglos X al XII, de la que conservan muros, torreones y la linterna del castillo, que hacía las veces de faro.

Al margen de su origen y de las etapas de su edificación, historias tan antiguas como sorprendentes nos hablan de inquietantes sonidos de campanas en secretos túneles subterráneos; almas en pena de seres que perdieron su vida en extrañas y terroríficas circunstancias; siniestras historias que desde antaño tienen su vida encadenada a la milenaria fortaleza, como la del espíritu de un renegado de la religión cristiana, que arrastraba su alma en pena, prisionero a unas cadenas que aún hoy se escuchan por los subterráneos del castillo; o hasta de un vampiro que habría desembarcado en el puerto de Cartagena y se habrá apoderado del castillo accediendo por diversos pasadizos, sembrando el terror no sólo en la ciudad sino en toda España, dejando a su paso muertes inexplicables en las poblaciones por las que pasaba.


Los Duendes del Torreón
Cuentan viejos legajos que allá por el siglo XV empezaron a suceder en torno al castillo fenómenos tan curiosos y extraños como estremecedores para las gentes de la época.

Sucedió que, en uno de los frecuentes combates navales de la época, un jebeque cartagenero capturó prisionero a un renegado murciano que luchaba en un barco argelino. El hombre fue traído a Cartagena y juzgado por renegar de la religión cristiana. Se le condenó a cien azotes y a pasear en burro por la ciudad hasta su arrepentimiento. Como el murciano persistía en su postura de renegado, fue condenado a muerte y concluyó su días ahorcado en una almena de uno de los torreones del castillo.

Antonio Barceló, con su jabeque correo,
rechaza a dos galeotas argelinas (1738).
 Óleo sobre lienzo (160 x 311 cm) pintado en 1902
 por Ángel Cortellini y Sánchez (1858-1912). 
Museo Naval de Madrid.

A partir de la muerte del renegado murciano comenzaron a escucharse, en uno de los torreones que miraban hacia el Norte, extraños y escalofriantes chirridos, como de cadenas arrastrando, y que las gentes interpretaron que eran producidos por los grilletes del alma en pena del hombre ahorcado.

Al mismo tiempo se contemplaban misteriosas luces que tan pronto brillaban en un punto de la pared de piedra del torreón como, en décimas de segundo, desaparecían para hacerse nuevamente visibles en otro espacio del muro.

Era en aquellos años vigía de la torre Pedro Espín, que allí vivía junto a su joven y bella hija Ana, huérfana de madre, y que estaba locamente enamorada de un apuesto general.

Johan Maldonado, que así se llamaba el militar, había llegado un otoño a Cartagena con la intención de poner en práctica su programa bélico.

Cuentan que cada noche, aprovechando el pasadizo secreto que unía el puerto con la Catedral, y ésta con una estancia oculta del castillo, el capitán Maldonado visitaba los aposentos de Ana Espín.

Y así debió de ser la noche de difuntos de ese año, víspera del día de Todos los Santos, cuando descargó en la ciudad una torrencial tormenta. Aquella noche el agua anegó calles y plazas, y -alentada por la fuerza del viento- golpeó con fuerza sobre los muros del castillo. En el torreón, el ruido de las cadenas fue mayor que el de los truenos, y las luces sobre las paredes llegaron a ser más brillantes que los relámpagos. Aunque, más povoroso que todo esto, fue la aparición de una blanca figura envuelta en brumas que durante aquella noche se vio recorrer la torre esparciendo un penetrante olor a cuero quemado, moho y azufre.

A la mañana siguiente, cuando cesaron truenos y ralámpagos, y ya amainado el temporal de viento, encharcado en agua y sangre, apareció muerto el capitán Maldonado. Una certera estocada le había partido el corazón en dos cuando acudía en secreto a visitar a su amada.

Ana Espín, después de vagar durante nueve meses por los pasadizos, subterráneos, salas y secretas estancias del castillo, terminó tomando los hábitos de monja.

Cuenta la historia que el torreón fue purificado con agua bendita y así los ruidos cesaron, cuando menos por un tiempo.

El Subterráneo del Castillo
En 1911, Federico Casal Martínez recoge, en El Subterráneo del Castillo de la Concepción, la leyenda de un alma encadenada que habita en el subterráneo del castillo.


Cuenta la historia que una dama llamada Doña Sol se enamoró de un joven de inferior linaje llamado Don Mendo. Dada la oposición a estos amores por parte de los padres de la dama, el caballero decidió marchar a la guerra en busca de alguna hazaña que -a falta de patrimonio familiar- le hiciera merecedor del casamiento con Doña Sol.

Como fuera que el tiempo pasaba y el caballero no regresaba, los padres de la dama -que se consumía en la tristeza- aprovecharon para casarla con un noble italiano llamado Don Rodrigo Rocatti Alvear.

Al cabo de dos años, Doña Sol tuvo noticias de que su amado seguía con vida, aunque prisionero. Trazó entonces un plan secreto para liberarlo, pero resultó descubierta y su marido, celoso y dolido, la condenó a morir emparedada, enterrada viva tras una pared en el Castillo de la Concepción.

En esto, el amante había logrado salir de la prisión y, disfrazado de monje, llegó al castillo para intentar disuadir al cruel marido de sus intenciones de emparedar a la dama.

Mas el noble italiano, que había descubierto la verdadera identidad del monje, ordenó apresarlo. Una vez capturado, cogió un clavo y se lo hundió en el pecho y, como pese a la herida continuara con vida, Don Rodrigo mandó a sus hombres que bajaran a Don Mendo al subterráneo, lo ahorcaran y se librasen del cuerpo. Pero ahí no quedó todo, sino que, en el culmen de su sadismo, relató a su mujer con detalles el trágico final del caballero a la vez que iba colocando piedra sobre piedra hasta emparedarla viva. Antes de quedar encerrada, la dama exhaló un último suspiro. "¡De aquí a veinte días morirás!", fueron las últimas palabras de Doña Sol a su marido. Y a los veinte días, Don Rodrigo caía fulminado sin motivo aparente.

cartagena.es

Desde entonces muchos son los que hablan de extrañas muertes, apariciones nocturnas de figuras con forma de mujer y aterradores estruendos que manan de entre los muros del Castillo de la Concepción.

La leyenda del subterráneo también está recogida en la obra "leyendas de España", de Vicente García de Diego.
En una de las bellas casas solariegas de la marina vivían los nobles señores de Lepe. Éstos tenían una hija, a la que querían mucho. Esta hija, doña Sol, tenía amores, desde niña, con don Mendo de Acevedo. Los padres de doña Sol se opusieron a estos amores, no porque la familia de don Mendo no lo mereciera, que eran de noble y puro linaje, sino porque no poseía patrimonio alguno y ellos querían para su hija, aparte del buen nombre, la riqueza.
Don Mendo, al comprender que la oposición de la familia de doña Sol era debida a su escasa fortuna, se marchó a la guerra, para alcanzar fama y riqueza. Doña Sol le animó, prometiéndole fidelidad absoluta.
Cuando don Mendo se hubo marchado, los padres casaron a doña Sol con un caballero, capitán de caballos, oriundo de Toscana, llamado don Rodrigo Rocatti Alvear. Doña Sol lloraba amargamente, y aunque cumplía con sus obligaciones de esposa, odiaba con toda su alma a su marido, que era para ella como un tirano.
Pasado algún tiempo, llegó al castillo de la Concepción, que habitaban los señores de Rocatti y Alvear, un cautivo que había sido rescatado de Orán. Este cautivo contó a doña Sol que su amado, don Mendo, vivía aún, pero que remaba en una galera morisca y era inhumanamente maltratado por el sotarráez.
Doña Sol sentíase consumida por los remordimientos. Se acusaba de haber sido débil al consentir en su boda con don Rodrigo. Bajo el peso de este remordimiento empezó a nacer en ella la idea de que debía salvar a don Mendo, costara lo que costara. Arrodillóse, pues, una tarde, ante la Virgen del Rosell y juró solemnemente rescatarle, aunque para ello tuviera que emplear la perfidia. Intentó por varios medios comprar la libertad del amigo de su infancia; pero nada puso conseguir. Y, tal como había prometido, pensó en emplear el engaño.
Púsose al habla, por medio de un esclavo moro, con el capitán del bajel en que su amado iba de galeote. Con este capitán, y siempre a través del esclavo, hizo un trato que ella no pensaba cumplir: entregaría al capitán el plano de las entradas subterráneas del castillo —dándole las notas equivocadas—, y él le entregaría a don Mendo.
Todo salió mal. El esclavo descubrió el plan a don Rodrigo, y éste, herido en su amor propio, no comprendió que al corazón no se le manda y que a doña Sol le era imposible olvidar al hombre a quien había amado desde niña. Y dejándose llevar de su cólera, condenó a doña Sol a la terrible muerte del emparedamiento. Doña Sol aceptó la sentencia de su marido, sintiendo únicamente no poder salvar a don Mendo.
Antes de ejecutar las órdenes de don Rodrigo, doña Sol estuvo unos días encarcelada. Pidió la confesión, y por la tarde de su último día, del anterior al que estaba fijada la fecha del emparedamiento, acudió a su celda un fraile dominico. La dama confesó al fraile su inocencia, su gran amor por don Mendo y la gran pena que sentía por no poder libertarle. El fraile, hondamente emocionado, descubrió a la dama su identidad. Era don Mendo, que, al salir de su cautiverio, y habiendo tenido noticia de su boda con don Rodrigo, había tomado el hábito para tener, por lo menos, el consuelo de la religión.
Cuando, un rato después, vinieron a la celda unos hombres preguntando al fraile si había ya preparado a la por dos veces perjura —según ellos— doña Sol, éste, pálido y angustiado, respondió que antes de que la dama saliera de aquella cárcel él tenía que hablar con su señor. Recibióle don Rodrigo. El monje pidió entonces el indulto de doña Sol, jurando y perjurando, por los sagrados hábitos que ostentaba, que era inocente del crimen de que se la acusaba. El marido se negó, diciendo que había traicionado, no solamente a su honor, sino también a la patria. Intrigado, quiso entonces saber quién era el monje, a lo que éste contestó que era un caballero tan noble como el que más, y que sólo la falta de dinero le había obligado a abandonar su patria y a la mujer amada, y si hoy su nombre era fray Juan de la Cruz, en un tiempo había sido don Mendo de Acevedo.
Don Rodrigo ordenó entonces a sus hombres que prendieran al monje. Éste, atenazado por los fuertes brazos de los soldados, recibió un fuerte golpe en la nuca, que le hizo perder el sentido. Don Rodrigo tomó un pergamino y escribió en él la siguiente frase: "Por sacrílego y desleal". Colocó el infamante cartel sobre el pecho de don Mendo y, ante los aterrados ojos de sus hombres de armas, lo clavó -atravesándolo con un grueso clavo- en el esternón del monje. Viendo que aún vivía, mandó a sus hombres que le bajaran al subterráneo y lo ahorcaran.
Penetró entonces en la cárcel de doña Sol y le anunció que su cómplice había sido ya castigado y que le había llegado a ella la hora. La dama fue conducida al in pace de la fortaleza. Cuando llegaron al lugar señalado por el marido, la dama, con gesto majestuoso, dijo: "Soy inocente. La sangre que mi esposo derrama caerá sobre su cabeza. Don Rodrigo: quedáis emplazado, de aquí a veinte días, si soy inocente".
Entró en el in pace, y cuando los hombres daban las últimas paletadas que tapaban el muro se oyó todavía la voz de doña Sol, que decía: "Emplazado quedáis, don Rodrigo; emplazado quedáis".
Veinte días después murió don Rodrigo repentinamente, por lo cual fue desemparedado el cuerpo de la dama para darle cristiana sepultura.
(Vicente García de Diego en LEYENDAS DE ESPAÑA)
La Maldición de la Dama Blanca o La Mujer Emparedada
Todavía hoy, ya entrado el siglo XXI, ha quienes aseguran ver por la noche, en los alrededores del castillo, misteriosas sombras, extrañas luces y sonidos de procedencia desconocida.

Representación teatral en el Castillo
 de la Concepción.
Foto de Pedro Martínez


De unos años para acá, el Ayuntamiento de Cartagena rescata la historia de Doña Sol, durante la noche de las ánimas, del 31 de octubre al 1 de noviembre, en el Castillo de la Concepción: Luces, sonidos y efectos espectrales reviven nuevamente a Doña Sol de Iepes y Don Mendo de Acevedo, "cuyas vidas fueron arrebatadas en circunstancias terroríficas por orden de Don Rodrigo de Rocatti e Alvear, el señor del castillo. Desde entonces es un lugar maldito por sacrilegio, traición y asesinato. El castillo sigue habitado por las almas perdidas que durante la noche de las ánimas, despiertan para recorrer sus pasadizos. Una historia de amor, transformada en una terrible tragedia donde la maldición de la Dama Blanca no dejará que nadie escape de sus muro".




Pasaje: Historias y leyendas de Cartagena

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